PARROQUIA SAN NICOLÁS DE TOLENTINO TUMBES


 


A mediados del siglo XVII, Lima, una ciudad que hoy alberga más de 7 millones de habitantes, cobijaba apenas unas 35,000 personas; cantidad que se iría incrementando progresivamente por el arribo de miles de variopintos personajes empujados por las noticias de una prosperidad fácil de alcanzar en la capital.

La mayor parte de estos inmigrantes provenían de la costa atlántica del Africa Occidental, en ese entonces ocupada por colonizadores portugueses. Estos grupos se dividían en castas como la de los Congos, Mantengas, Bozales, Cambundas, Misangas, Mozambiques, Terranovas, Carabelíes, Lúcumos, Minas y Angolas.

Estos últimos estaban reunidos en cofradías que adoraban distintas imágenes o santos de su devoción. Esos actos religiosos les recordaban su libertad y cantaban nostálgicamente en su lengua original canciones de sus antepasados; también se ocupaban de la atención a los enfermos y aseguraban a sus miembros un entierro decente mediante pequeñas cuotas de los cófrades.

Por el año de 1650, los negros angolas se agremiaron y constituyeron la cofradía en la zona de Pachacamilla, lugar que anteriormente había sido habitado por indios venidos de la zona de Pachacamác, y donde actualmente se ubican la iglesia y el monasterio de las Nazarenas y el local de la Hermandad del Señor de los Milagros. Las condiciones en las que vivían eran de una pobreza absoluta.

En la sede de la cofradía se levantaban grandes paredes de adobe; en una de éstas, ubicada en un ambiente donde se reunían los negros a diario, uno de los angola plasmó la imagen de Cristo en la cruz. La imagen fue pintada al temple y fue hecha con un profundo sentimiento de fe y devoción a la altísima representación del Redentor.

Fue un 13 de noviembre de 1655, a las 2:45 de la tarde, cuando un terrible y destructor terremoto estremeció Lima y Callao, tirando abajo las iglesias y sepultando mansiones, dejando tras de sí miles de muertos y damnificados. El sismo afectó la “zona de Pachacamilla” y las viviendas de los angola se precipitaron al suelo; todas las paredes del local de la cofradía se cayeron, produciéndose entonces el milagro: el débil muro de adobes donde se erguía la imagen del Cristo crucificado quedó intacto, sin ningún tipo de resquebrajamiento.

Debido a los daños ocurridos, los angola se mudaron a otro lugar dejando en el más absoluto abandono la pared con la sagrada imagen. Aunque hay otras versiones que dicen que los negros angola se habían retirado del lugar antes del sismo, lo cierto es que después de la catástrofe, casi toda la población limeña se entregó por entero a las plegarias, cánticos y rezos en las derruidas calles y plazas de la Capital, intentando pedir perdón por sus pecados y rogando que no se produzca otro fenómeno de la misma naturaleza.

Pasaron 15 años y un vecino de la parroquia de San Sebastián, Antonio León, encontró la imagen abandonada y comenzó a venerarla. Según los relatos de la época, León fue el primero que se preocupó por arreglar la ermita, sin imaginar que a partir de entonces crecería el culto y la devoción al sagrado Cristo de Pachacamilla.

Esta valoración hacia la imagen se vio fortalecida por un hecho grandioso en la vida de Antonio León pues -según cuentan- éste padecía de constantes y espantosos dolores de cabeza debido a un tumor maligno que los médicos, hasta ese momento, no habían logrado curar. Fue entonces cuando Antonio acudió a la imagen y postrándose frente a ella, imploró al Cristo crucificado que remediara su mal, deseo que le fue conferido acabando así su desesperado tormento. Nace entonces en él una más firme convicción religiosa que difundió entre todos sus conocidos lo que causó que en pocas semanas el culto creciera.

Entre los creyentes predominaba la gente de color, quienes iniciaron las reuniones los viernes en la noche, y alumbrados por las llamas de sus ceras, llevaban modestas flores, perfumando el ambiente con el sahumerio; todos al unísono entonaban fervorosas plegarias y cánticos al son de arpas, cajones y vihuelas.

Empero, dado que la gente acudía en masa a estas reuniones atraída más por la novedad que por la devoción, muchas veces se produjeron hechos de índole distinta a las prácticas religiosas y católicas, por lo que las autoridades civiles y eclesiásticas prohibieron las reuniones en la “zona de Pachacamilla” y ordenaron borrar la imagen del Santo Cristo y de los demás santos que hubieran.

Dicha orden se cumplió entre el 6 y 13 de setiembre de l671 por una comitiva especial -compuesta por el promotor fiscal del Arzobispado, un notario, un indio pintor de “brocha gorda” y el capitán de la guardia del Virrey, Don Pedro Balcázar- escoltada por dos escuadras de soldados en caso se produjesen desmanes por la cantidad de vecinos y curiosos que rodeaban el lugar.

Cuentan que al subir el pintor la escalera para borrar la imagen, empezó a sentir temblores y escalofríos, teniendo que ser atendido de inmediato para proseguir con su labor. Al reaccionar intentó nuevamente subir y borrar la imagen pero fue tanta la impresión causada que bajó raudamente y se alejó asustado del lugar sin culminar con la tarea encomendada.

Un segundo hombre, un soldado de Balcázar, de ánimo más templado, subió pero bajó rápidamente, explicando luego que cuando estuvo frente a la imagen vio que se ponía más bella y que la corona se tornaba verde; por esa razón no cumplió la orden dada.

Ante la insistencia de las autoridades por desaparecer la imagen, la gente manifestó su disgusto y comenzó a protestar con airadas voces y actitudes amenazantes que obligaron a retirarse a la comitiva. Pronto, el Virrey se enteró de los acontecimientos y reflexionando sobre las posibles consecuencias si persistía en borrar la imagen, mandó revocar la orden y acordó que en ese lugar se le rindiera culto y veneración a la portentosa imagen.

 






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